Un
día cualquiera, normal, como todos, puede dejar de serlo de inmediato.
Un accidente, un encuentro, una novedad, un giro insólito que ataca
directamente la rutina, agitándola y despertándonos. Que el suceso sea
bueno o malo es independiente, con que sea inesperado ya cumple.
A
partir de él, se crearán nuevos movimientos, desajustándolo todo;
horarios, ideas, sentimientos, acciones, pensamientos. Nada quedará
indiferente, hasta que de nuevo, la normalidad lo suaviece, limando los
cantos de lo extraordinario hasta que se domestique, sea manejable.
Lo
bueno está en que no se necesite de un acontecimiento, feliz o no, que
venga recordarnos lo que tenemos, que esa rutina no llegue nunca a ser
una losa, que las horas no se repitan, que las pequeñas cosas se
encarguen de diferenciarlas, recuperando esa capacidad infantil,
incansable, de sorprenderse siempre con lo mismo, porque un niño jamás
ve nada igual. Saben que cada piedra del camino cuenta una historia y
que si las sabes escuchar, nunca es la misma.
Es convocar
conscientemente el asombro, el descubrimiento y la añoranza que
teníamos, o tenemos, cuando las circunstancias nos eran, o nos son,
novedosas. Intentar ver lo viejo como nuevo. Las personas sentenciadas
por una enfermedad mortal e inminente, apuntan que aquello que
despreciaban por habitual ahora lo encuentran de lo más excepcional, ven
lo que habían dejado de mirar. La vida.
Uno se habitúa solo a respirar y quizá eso sea el problema.
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