Las manos del niño hablaban a la madre de su mundo: el río helado donde los pies, insensibles, pisaban piedras y musgos; esa culebra blanca que se
le quedó mirando con descaro antes de alejarse en zigzag; el camino que le acercaba a la ermita; la huerta de Tomás y el estanque negro de renacuajos con los que conversaba mientras se deslizaban entre los dedos: lo que se desesperaban por ser ranas para
recorrer mundo.
Se enfadaba porque sus gestos, torpes, lentos, no alcanzaban a las ideas. La madre le calmaba meciéndolo como la brisa.
Se enfadaba porque sus gestos, torpes, lentos, no alcanzaban a las ideas. La madre le calmaba meciéndolo como la brisa.
Una mañana recogió
del suelo el anuncio donde decía que el domingo habría una representación, advertía que nadie
faltara y recomendaba que se trajeran, eso sí, las sillas de casa, porque en el parque, a las seis en punto, se les esperaba.
Tristán, que ya leía sin necesitad de que el índice apoyara las palabras, se alegró, como siempre ante la novedad,
incluido el mercadillo de los jueves porque jamás era el mismo: le apasionaba pasearse entre el bullicio.
Con el anuncio a salvo en el bolsillo, esperó al pregonero que desde chiquito, le dejaba soplar la trompeta con la que se anunciaba; la vibración le hacía cosquillas en la lengua; lo más parecido a las palabras que encontró.
Buen texto Eva.. sabes como atrapar al lector.
ResponderEliminarBesosss!!
Gracias, y aún queda cuento... espero que te siga gustando...
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