viernes, 8 de agosto de 2014

Ausentes

Cuando falta alguien, todo lo que le rodeaba se anima, es su esencia: ella.
Es imposible no verla en su reloj, que ya no mirará de reojo para saber la hora, ni en su ropa, que ahora esperará colgada en el armario sin que la espera termine jamás, los libros que al abrirlos, buscando sus ojos que los leían, nos dirán donde le gustaba detenerse más, por el roce de sus páginas, que se abrirán solas en un punto concreto, o si entre las mismas dejó olvidada alguna señal, uno de esos papeles que no quieres tirar pero tampoco conservar, y abandonas entre las palabras, y con sobresalto incluso, nos encontremos con uno que esté escrita por ella, ver su letra es como escucharla hablar de nuevo; impresiona, no está pero sigue estando.
La muerte, la ausencia más extrema, es quien más anima todos esos enseres de quien ya no los usará jamás. Los coges, los sopesas, recuerdas o imaginas, cómo los usaba su dueño. Y ellos, los objetos, se sienten desubicados, extraños en diferentes manos, inútiles quizá; la ropa no ajusta, la pluma no escribe con fluidez, los adornos no se sienten en su sito cuando los volvemos a depositar donde buenamente creemos que estaban, pero donde nunca dejaremos igual.
Quizá, por eso, en el mundo antiguo, en las tumbas ancestrales, cuando moría alguien se enterraba junto a él todo lo que le perteneció, lo que amó y lo que le dio identidad, para que no se despertara solo en la Eternidad.
Y puede que para los objetos nunca dejen de ser quienes eran: la prolongación de una personalidad que se creó entre ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario