Todo mi recuerdo huele a salitre, a rocas negras, a peces. A vidas arrebatadas: el tributo que exige el
mar por vivir de él.
A esos atardeceres también va mi abuela.
Anda despacito, manchándose de arena.
Nunca se acerca a las rocas. Ya lo hizo bastante de niña, de
moza, de novia, de esposa, de madre. De viuda.
Prefiere esperarnos cerca del puerto, haciendo como que ve a
mi abuelo, al que no conocí, cuando llegaba a salvo en su barco, saltando del
mar a tierra, amarrando al Sardinero hasta el día siguiente. Ayudando a los
hombres con las redes, la carga, el hielo. Haciendo bromas aliviados. Mañana ya
se verá, hoy seguimos bien. Le es más fácil imaginarse otra vida ahí, cambiar
su historia solo unos instantes, lo que dura un recuerdo.
Por eso no baja hasta las rocas desde donde jamás lo verá
regresar. Le dolería recordarse en esa espera tensa para asegurarse de que los
barcos sobrevivieron al día, al mar, al destino. Al sacrificio.
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