lunes, 21 de noviembre de 2011

Relato. 4 y última parte. Un domingo cualquiera

Si uno escuchaba con atención, pocas eran las veces en las que existía un verdadero debate, cada uno expresaba sus opiniones, sin atender a las de los demás, hablaban en paralelo y les daba igual. Los había que se lo tomaban muy en serio esto de ir los domingos al parque, se notaba en el esmero de sus ropas, en la ilusión de encontrarse con la cita dominical, sentirse acompañados por sus recuerdos al compartirlos con sus amigos, renovándolos -algunos, de tanto haber sido recitados, fueron perdiendo realidad, cada vez más desvirtuados por las capas de palabras usadas, siendo ya imposible para su propio narrador, saber qué pasó de verdad y qué se fue inventando-.
Ahí estaban, hombres y mujeres que se animaban haciendo planes para el domingo siguiente, tras haber sobrellevado las rutinas de la semana; los nietos a cuidar, los hijos que no acaban nunca de doler, la ausencia del cónyuge o su presencia, de las penurias de la pensión.
Intentaban, al fin y al cabo, vivir en el espejismo común; romper con la rutina, creerse distintos del día a día, renovarse para ser capaces de afrontar las horas que quedan por delante.
Luisa decidió comer ahí mismo, no moverse. No tener que hacer la comida para ella sola, no tener que descolgar el teléfono que, presumiblemente sonaría porque alguien -su madre, hermana, una amiga-, la llamaría para animarla. No quería tener que rechazarlas, no entendían que quisiese estar sin ellas. Le exasperaba que le hablasen como si la conversación estuviese minada de palabras que mal usadas explotaban, hiriéndola.
Tampoco se veía con ánimos de encerrarse en casa, pasando las horas de la tarde tumbada desficiosa en el sofá de su salón, mientras iba oscureciendo poco a poco, hasta que encender la luz eléctrica fuese necesario, hasta que se hiciese patente que ese día había acabado.
Uno más que se había cumplido para dar paso a otro, y ése a otro, y así hasta que ella volviese a apreciarlos, renovase la ilusión de querer conocer los pequeños acontecimientos que le aportarían esas horas que nos visitan, sólo una vez cada una, desde que amanece hasta que oscurece.

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