lunes, 3 de marzo de 2014

Relato; 3 y última Parte; Libros

Todo podía haberse quedado en la anécdota de imaginarme quién lo hizo, pero esa noche, en vez de dejarme llevar por el libro, me la pasé imaginando la vida del profesor: alguien decepcionado con su vida, al que toda una juventud de esfuerzos le había dejado, no unos recuerdos con los que compartir las horas que le quedaban por llenar, sino momentos descarnados que le hacían reconocerse en frase tan real para él, tan anodina para cualquiera que no se sintiese triste, gris, pobre y jubilado de maestro.
 También pensé que si iba a la biblioteca, ahora que sus horas dependían de él, su vida no podía ser ni tan gris ni tan triste: disponía de todo el tiempo para sumergirse en esos libros a los que no pudo dedicar sus tardes cuando era más joven, cuando las horas nos viven y no al revés. Ahora todos los libros querrán elegirlo.
 Después pasé a intentar imaginar su aspecto; quizás fuese correctamente vestido, de oscuros, puede que un bastón le ayudase, seguro que era de modales impecable y dejaba que su mirada se alejase del presente, ensimismándose en otros recuerdos. Su carácter debía de ser irritable y su paciencia poca domada: seguro que los niños y él pasaron un infierno juntos en el aula. No recuerdo cuando me dormí y pasé, de pensar a soñar.
A la mañana siguiente, me desperté cansada, miré el reloj desorientada, intentaba hilvanar  jirones de un sueño que aún estaba fresco, pero como ocurre cada vez que se le intenta retener, se me iba esfumando, vaciándose de contenido y lógica. Siempre me ha sorprendido la viveza de las imágenes oníricas, sin entender del todo, cómo puedo verlas sin mirarlas, desde dentro del recuerdo de su luz, con sus propias leyes físicas.
La cuestión era, que lo que había soñado, me cambió las expectativas del día, y de todo, desde aquella mañana.
Me fui a la biblioteca, pero no a por libros, sino a por los que los leen. Mi tiempo tenía sentido.
Tenía que encontrar al maestro triste y gris. Al hombre obsesivo del doble triángulo.
Tenía que coger más libros, leer en ellos las pistas de sus anteriores lectores; deducir su carácter, su aspecto, sus anhelos, inquietudes y vidas. Buscarlos entre las estanterías, deduciendo, por cómo trataron los libros, su manera de moverse, de vestir, de vivir. Comparándolos con los rastros que ellos mismos dejaron tras sus lecturas, escritos entre lo ya escrito, dejando sus manías y sus vidas reales entre las impresas, entrelazando lo mezquino con lo grandioso, renovando lo épico con lo diario.

Y desde entonces, aquí vivo: entre libros.

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