Están
reunidos hablando de sus cosas, alrededor de unas bolsas. Paran de
hablar cuando se acerca un coche y uno, sin discutir quién, sale del
círculo e indica que hay un sitio libre, cosa obvia para el conductor,
que dependiendo de lo harto que esté y de las prisas que tenga para
aparcar, lo usa o no. Cuando el vehículo o quien lo dirigía, se va, el
hombre que mostró el sitio regresa a la conversación con la satisfacción
del deber cumplido o el fastidio de haber tenido que trabajar un rato.
Es
imposible no preguntarse de qué hablarán, disimuladamente, pasas cerca
sin delatarte y escuchas retazos de días, experiencias más o menos
dolorosas con el entorno, discusiones con conductores, policías,
compañeros, cómo adquirir más barato esto o lo otro, pero en general, lo
que comparten es silencio, incluso cuando hablan lo hacen casi sin
ruido, murmullan para ellos mismos y simultáneamente como si supieran
que a ninguno le acaba de interesar demasiado lo del otro, sin rencores,
asumido. Ahí están, juntos y muy lejos.
Sigues por la calle y se
ven más mendigos, éstos sin apresurase a indicar lo evidente, sentados a
las puertas de comercios, lugares en los que hay que pagar y puede que
el monedero aún esté en la mano cuando se salga, o la mala conciencia de
haber gastado más de lo que se querría, haga que se les de unas
monedas. Las peleas por esos sitios privilegiados son a veces terribles;
los más deseados, los que están en las puertas de las iglesias, son con
los que más furia se guardan. Pueden estar desgarrándose las ropas unos
a otros, gritándose los improperios más terribles, para, controlando la
hora de salida, cambiar completamente de actitud, alisarse ropa y
peinado, y de la expresión furiosa pasar a la sumisa para que las
ancianas que salen del templo, les dejen caer unas monedas y algunas
palabras de ánimo.
Es difícil sobrevivir, da igual que sea una
esquina, un sitio para aparcar, un escalón o un puesto directivo, el
ambiente, el saber desenvolverse en el que nos ha tocado, lo es todo.
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