Césped fresco.
No hay lugar mejor
para tumbarse, mirar hacia arriba y ver nubes, cielo, árboles, pájaros,
ideas. El viento se pasea sobre ti, cierras los ojos y respiras; qué
olor a césped. Si aguantas las cosquillas, bichitos ajenos a la
naturaleza de lo que están pisando, se pasean inconscientemente por tu
persona, ya que a veces es lo último que hacen.
Se está tan
liberada del tiempo, tumbada sobre la tierra, escuchando el silencio o
las palabras de conversaciones que van y vienen andando hacia ti. Sin
pensar en nada; sólo respirar, sentir el sol o la tormenta que se
acerca, o esa lluvia ligera aún, que te hará levantar con fastidio si
continúa, pero si se aleja dejará que sigas ahí, tumbada, con las ideas
fluyendo porque no las llamas. En paz. Qué paz.
La soledad verde
deja de serlo cuando se comparte con amigos, hablando descalza, atenta a
las personas que comparten contigo ese suelo vivo, ese cielo, con
palabras, mates, silencio, risas.
La naturaleza es lo que busco
cuando no pasa nada, o ha pasado de todo, si estoy desesperada o
realmente ilusionada. Siempre ando, camino sin rumbo; me concede el
tiempo necesario para tranquilizar las cosas. Y cuando el ánimo está
sereno y miro dónde estoy, me sorprende que bajo mis pies o las ruedas
de mi bici, haya hierba.
Me tumbo sobre ella, miro el cielo, no
pienso y las ideas llegan a tropel, como esa bandada de pájaros, esas
nubes, esa nueva ilusión o ese fracaso estrepitoso. Te das la vuelta,
apartas bichitos, aspiras el olor a tierra y te sientes en paz, por el
momento, contigo, con el mundo. Habrá días malos, buenos, peores y
mejores, eso a la tierra le da igual, no mide el tiempo tan
patéticamente corto como nosotros, ella seguirá ahí siempre.
Quizá sea eso lo que reconforta, tocar, sentir directamente el infinito.
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