sábado, 6 de marzo de 2010

Información

El hombre siempre ha buscado alterar sus sentidos, encontrar un resquicio por donde salirse de la realidad, trascender las barreras del cuerpo: ser mente.
No me refiero aquí a la desidia de los que se abarrotan de drogas por mera incompetencia ante la vida, por aburrimiento, circunstancias equivocadas o equívocas. Eso lo dejo fuera.
Voy más bien por los chamanes, los místicos, los anacoretas, aquéllos que llevaban el cuerpo a límites inhumanos, ya fuese mediante el ayuno, el sufrimiento corporal autoinfligindo, la falta de sueño, hierbas peligrosas..., lo que fuera para salirse de uno mismo, para alcanzar un nivel de consciencia distinto del habitual con fines más allá de la mera experimentación; crear, predecir futuros, hablar con los dioses.

Y es verdad que cuando el cuerpo está al límite se traspasa una dimensión, los sentidos se aguzan, la mente se extravía, los pensamientos se agrandan, la vida se experimenta desde otro punto de vista, casi fuera de uno mismo. Todos hemos tenido momentos así, desde el cansancio, la fiebre, dolor. Esa percepción vívida, onírica casi, que nos desbarata el orden lógico de las cosas y que se recuerda como clarividente casi.

Buscar esa versión distorsionada de la consciencia, toparte con ella sin querer, tenerla ante ti, hace que te plantes lo poco que sabemos de nada, lo limitados que son nuestros sentidos, lo frágil que es la frontera entre la cordura y la locura.
Dependemos de cómo procesamos la información, y de ella misma, como para que encima nos llegue corrompida.
Y aquí cabría la pregunta clave; ¿qué es, de todo lo que experimentamos, fiable?

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