viernes, 16 de abril de 2010

Hoy relato: Tierra

-¿Qué hora es?

-Hija, es la tercera vez en un minuto que me la preguntas. Tranquilízate.

La mujer sin parar, sin notarlo siquiera, estaba andando de un lado a otro de la habitación. Sorteaba la mesa que ocupaba el centro y se daba la vuelta cuando la pared le impedía seguir adelante. Tenía agarrado su chal. Sus manos lo apretaban con fuerza, retorciéndolo. A veces, se quedaba parada, ahí en medio, entre la mecedora y la silla. Quieta. Las manos tensas de tanto apretar. La mirada extraviada. Al rato, rompía el silencio preguntando la hora, luego sus piernas volvían a llevarla por toda la habitación de nuevo.

La anciana, sentada cerca de la puerta, la miraba con sus ojos enrojecidos y secos. Hacía ya rato que había dejado de intentar calmarla con palabras. Se limitaba a dar la hora cuando se la pedían y sus pensamientos los compartía con ella misma en forma de un murmullo ronco que se acompasaba con los pasos inútiles, silenciosos de su nuera.

-¿Qué hora es, madre?

-¡Ay, hija! La misma de antes.

-Madre, yo no aguanto más, me voy.

-Pero hija, y con eso, ¿qué vas a ganar?

-Y quedándome aquí, qué gano quedándome aquí, sin poder hacer nada. Sin saber si puedo ayudar.

-Es mejor que no vayas, entorpecerías a los hombres. Una mujer no tiene fuerzas.

-Usted puede quedarse ahí sentada si quiere, yo me voy.

-No creo que sea una buena idea. No lo creo -la anciana siguió diciendo la última frase para ella misma, bajito, a la vez que se balanceaba en su mecedora, la misma que usó para amamantar a sus hijos-. No lo creo, no lo creo.

-¡Madre, por Dios, cállese! Me está poniendo más nerviosa aún.

-No vayas. No es un espectáculo agradable ver cómo sacan a tu hombre de la tierra.

La anciana se mecía cada vez más deprisa, la mecedora crujía peligrosamente. Sus labios se movían al ritmo, sin emitir ningún sonido. Sus ojos sin lágrimas se llenaban de imágenes pasadas: su marido, inerte, negro del carbón, con sus ojos vidriosos, abiertos mirándolo todo por última vez, ya sin ver. Oía su propio grito. El que dejó sin habla a todos los que les rodeaban. Silencio. Tres días de ruidos continuos, de quitar piedras y gritos de ánimo que iban escaseando cada hora más. Se pasó de las palabras esperanzadoras a las miradas veladas y angustiadas; de la rutina rota al recuerdo de lo que hicieron juntos y ya no harían. Su hombre.

La mujer se mecía, se mecía. La joven la miró. Dejó de andar, de quejarse; se acercó a ella, arrodillándose a su lado, cogiéndola de la mano, empezó a llorar.

-No vayas, hija- la mano de la anciana le acariciaba el negro pelo, una y otra vez, como hizo con su marido ese día-.No vayas.

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