viernes, 6 de mayo de 2011

Lluvia

Andar bajo la lluvia no es algo que me desagrade.
Es más, creo que me gusta. Prefiero que no diluvie, pero si lo hace, una vez estoy completamente chopada, me da igual; noto como el agua cae por mi pelo, moja mi rostro, empapa la ropa, los pies ya no va con cuidado para no pisar charcos, andas con los zapatos llenos de gotas.
En Londres, como no, me sucedió varias veces, y la última vez que caminé sobre agua fue en Roma, estas fiestas, tan lejanas ya, una vez acabadas.
Ver las ciudades a través de ese velo turbio, y a la vez nítido, de una cortina de agua, tiene su encanto; buscar alerones para evitarla, sentir las gentes corriendo a tu lado, cada una cubriéndose como puede, el tráfico intenso que se crea siempre, el cielo plomizo, ese fresco, si es verano, que alivia el asfalto y limpia los edificios que has ido a contemplar, las calles que has ido a pasear, ese olor a ozono, a hierba que crece, a tierra ávida de humedad, algo que parece que en una ciudad no habría de darse, que no es como en el campo, pero que se da; la naturaleza crece por entre cualquier resquicio, cualquier grieta, cualquier roto en el hormigón, en los ladrillos, en las calles.
Un buen día de lluvia muestra a la ciudad como es, con sus fallos urbanísticos, su cara más oculta, sus habitantes más de ir por casa. Es como acompañar al anfitrión en el desayuno, aún sin vestirse ni arreglarse, con la cara de sueño y esa intimidad que une, al tomar el primer café de la mañana, apenas hablando, mirando a nada, haciendo planes para el día.

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