martes, 7 de febrero de 2012

Relato. 1 Parte. Tierras Umbrías

“Tiene que acompañarnos, no puede quedarse aquí. ¿No lo comprende?” “No, son ustedes quienes no entienden. No me puedo ir. Ella volverá” “Pero, ¿quién? Aquí ya no queda nadie” “Se equivocan”.
Los dos encargados desesperados y hastiados se miran con impotencia. Están cansados, nos les gusta nada el trabajo; tener que comprobarlo todo. No hay vez que no tengan casos como este. Es angustioso haber de arrancar a la gente de sus casas. Ángela, ella sí que sabía tratarlos; les escuchaba con esos ojos que sabían oír lo que veían: los recuerdos que los ataban a esa casa, a ese pueblo condenado, con que suavidad los arrancaba de las raíces sin romperlas y juntos, ellos y sus palabras, la seguían sin darse apenas cuenta de que andaban, de que dejaban atrás lo que iban narrando en murmullo suave, desprendiéndose de lo que vivieron, y ella, les acompañaba a visitar por última vez ese rincón donde de niños jugaron, ese árbol con la corteza recortada en forma de iniciales, la casa donde nacieron, el pupitre de la tercera fila, testigo de lo que les costó aprender álgebra, el campo donde trabajaron de sol a sol. Les hace recorrer el marco físico del pasado, aún posible, antes de que jamás se pueda volver a él. No así. Es como una visita guiada por el museo del Tiempo propio antes de su clausura definitiva: nunca se aprecia nada mejor que cuando se sabe que jamás volverás a verlo.
Pero Ángela no está. Impotentes se miran de nuevo y marchan. No usarán la fuerza, hasta ahí podríamos llegar. Que manden a otros. Entran en el coche oficial y dejan a la anciana hablando para sí misma en el umbral, aferrada al marco, repitiendo que ella ha de regresar.

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