Acabé lo que quedaba de la mañana como una autómata, sobresaltándome cada vez que me dirigían la palabra. Por fin llegó la hora de irse a casa.
Cuando llegué me precipité literalmente hacia el buzón. ¡Ahí estaba!. Pero ya no era azul sino violeta.
Tardé en abrirlo. Lo dejé encima de la mesa e intenté convencerme de que no me asustaba su contenido. Pero las manos temblorosas con las que finalmente lo abrí, mostraban bien a las claras lo contrario.
Esta vez la única frase estaba sustituida por un párrafo entero:
“Depende de ti que el mirar no sea sólo ver; que el buscar en los demás lo que uno no tiene, no sea sólo estupidez; que el asimilar vidas ajenas, no sea sólo esterilidad. Únete”
Lo leí muchas veces y en ninguna de ellas saqué nada en claro. Todo era absurdo. Pero esa mujer borrosa existía. Y las cartas, de alguna manera, eran un inquietante reflejo de mi misma.
Esa noche las imágenes y los ecos que surgieron de mis sueños fueron los de mi vida entera -juguetes, olores, risas, personas, iras-. Toda ella representada por un imposible suceder de tiempos. Creí que estaba en la antesala de mi muerte donde, según dicen, quizás a modo de alegato, se proyectan los contradictorios pasos dados y la comprensión última del camino andado.
Pero no había luz alguna a dónde dirigirse después. No supe morir, o simplemente no era ése el fin del recorrido. Desperté desconcertada y ansiosa.
Y ese día el sobre fue de color gris.
“A las doce y trece minutos en el cruce de Colón con Labradores”.
Cuando llegué me precipité literalmente hacia el buzón. ¡Ahí estaba!. Pero ya no era azul sino violeta.
Tardé en abrirlo. Lo dejé encima de la mesa e intenté convencerme de que no me asustaba su contenido. Pero las manos temblorosas con las que finalmente lo abrí, mostraban bien a las claras lo contrario.
Esta vez la única frase estaba sustituida por un párrafo entero:
“Depende de ti que el mirar no sea sólo ver; que el buscar en los demás lo que uno no tiene, no sea sólo estupidez; que el asimilar vidas ajenas, no sea sólo esterilidad. Únete”
Lo leí muchas veces y en ninguna de ellas saqué nada en claro. Todo era absurdo. Pero esa mujer borrosa existía. Y las cartas, de alguna manera, eran un inquietante reflejo de mi misma.
Esa noche las imágenes y los ecos que surgieron de mis sueños fueron los de mi vida entera -juguetes, olores, risas, personas, iras-. Toda ella representada por un imposible suceder de tiempos. Creí que estaba en la antesala de mi muerte donde, según dicen, quizás a modo de alegato, se proyectan los contradictorios pasos dados y la comprensión última del camino andado.
Pero no había luz alguna a dónde dirigirse después. No supe morir, o simplemente no era ése el fin del recorrido. Desperté desconcertada y ansiosa.
Y ese día el sobre fue de color gris.
“A las doce y trece minutos en el cruce de Colón con Labradores”.
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