miércoles, 12 de septiembre de 2012

Historias

Lo que siempre hemos tenido en común, lo que nos caracteriza como raza desde que descubrimos que no seríamos eternos y vimos morir a quienes antes se movían, y decidimos enterrarlos y quedarnos cerca, fue la necesidad de contar, de crear historias que nos dieran la sensación de que nuestras vidas son más que una mera rutina.
Quizá fue eso lo que el árbol del Bien y del Mal daba: el conocimiento más allá de los movimientos diarios. Mientras no fuéramos conscientes de nosotros mismos, de lo finito, de la necesidad de que la vida sea algo más que la propia vida, cabía la felicidad, simple, pero felicidad, al fin y al cabo. Pero al enterarnos de que todo acaba, buscamos que no lo hiciera, que siempre comenzara. ¿Y qué es una historia sino algo que siempre empieza y que cuando termina no acaba, pues hay otra?
Desde que el hombre es hombre ha estado rodeado de narraciones, no solo de sus muertos, también de sus vivos, sobre todo, de los imposibles: dioses, héroes, gente única con la que compararse y ajustar los ritmos a los suyos.
 Y no solo esas, también están las historias reales, las que nos vamos contando con asombro, interés y a veces, maldad. Entre nosotros condenamos o elevamos a ese que destaca, para bien o para mal, y convertimos sus días en otros; desde el ostracismo hasta la admiración. Esa persona ya no será la misma.
Lo que es cierto es que no hay día en el que no contemos, oigamos, leamos o creemos una historia que llevemos paralela al sinsentido de una rutina, que solo ella, haría de la vida algo inerte, muerto.

2 comentarios:

  1. Y cada historia cuenta su propia historia, como las cajas chinas o las muñecas rusas, pero sin que nunca lleguemos a una tan pequeña que sea la última.

    ResponderEliminar
  2. Y como supo el hombre menguante cuando creyó desaparecer por lo mínusculo que se hizo: aún siendo mínimo, sigues teniendo historia.

    ResponderEliminar