sábado, 15 de septiembre de 2012

Relato. 2 Parte. Libros

Ellos son sabios, se anticipan a ti. Saben lo que llevan escrito antes que el lector. Era esa lógica la que me daba la sensación de mera muñeca, y siempre, invariablemente, me lo confirmaba aquello que estuviese leyendo, pues era exactamente lo que me estaba pasando en mi vida.
Leer y vivir se complementan, ayudan a entender lo leído mediante lo vivido. Te sumerges, más lúcido, en las diferentes realidades.
Ahora sé que se escribe con la vida y que gracias a vivir se tiene algo digno que poner en papel. Pero mi pequeño ritual de dar vueltas alrededor de sus estanterías, para que los libros me vean y me elijan, sigue siendo el que realizo al ir a coger uno nuevo.

Esta segunda vez, estaba a punto de irme cuando oí a uno de ellos caer al suelo, supongo que por la rapidez que tuvo un lector en sacar a su compañero. Estaba tumbado bajo el estante que acababa de visitar, me agaché a cogerlo. Era un libro muy destartalado, el pobre. No conocía a su autor, pero fiel a mi juego me di por elegida, llevándomelo a casa.
 Salí de la biblioteca con un mundo nuevo en el bolso y la ilusión de descubrirlo, tan pronto como me dejase la rutina de la vida diaria -que de vida, tiene poco-, y pudiese, libre ya del arrastre de obligaciones engorrosas y con todos los sentidos puestos, buscar entre las letras lo que hubiese podido ser mi vida, si mis circunstancias hubiesen cómo el autor imaginara.
Estaba empezando a vivirlo, cuando mis ojos chocaron, bruscamente, con el libro, no con la historia que él me contaba, sino con él. El culpable de tan brusco trasvase de lo contado a cómo contarlo, fue un subrayado a lápiz de toda una frase, rematado por un círculo, que acotaba sin piedad, a una de sus palabras: “… era un hombre gris, pobre, triste y amargado, parecía un maestro jubilado…”

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