Ellos
son sabios, se anticipan a ti. Saben lo que llevan escrito antes que el lector.
Era esa lógica la que me daba la sensación de mera muñeca, y siempre,
invariablemente, me lo confirmaba aquello que estuviese leyendo, pues era
exactamente lo que me estaba pasando en mi vida.
Leer
y vivir se complementan, ayudan a entender lo leído mediante lo vivido. Te
sumerges, más lúcido, en las diferentes realidades.
Ahora
sé que se escribe con la vida y que gracias a vivir se tiene algo digno que
poner en papel. Pero mi pequeño ritual de dar vueltas alrededor de sus
estanterías, para que los libros me vean y me elijan, sigue siendo el que
realizo al ir a coger uno nuevo.
Esta
segunda vez, estaba a punto de irme cuando oí a uno de ellos caer al suelo,
supongo que por la rapidez que tuvo un lector en sacar a su compañero. Estaba
tumbado bajo el estante que acababa de visitar, me agaché a cogerlo. Era un
libro muy destartalado, el pobre. No conocía a su autor, pero fiel a mi juego
me di por elegida, llevándomelo a casa.
Salí de la biblioteca con un mundo nuevo en el
bolso y la ilusión de descubrirlo, tan pronto como me dejase la rutina de la
vida diaria -que de vida, tiene poco-, y pudiese, libre ya del arrastre de obligaciones
engorrosas y con todos los sentidos puestos, buscar entre las letras lo que
hubiese podido ser mi vida, si mis circunstancias hubiesen cómo el autor
imaginara.
Estaba
empezando a vivirlo, cuando mis ojos chocaron, bruscamente, con el libro, no
con la historia que él me contaba, sino con él. El culpable de tan brusco
trasvase de lo contado a cómo contarlo, fue un subrayado a lápiz de toda una
frase, rematado por un círculo, que acotaba sin piedad, a una de sus palabras:
“… era un hombre gris, pobre, triste y amargado, parecía un maestro jubilado…”
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