Desde
el círculo que encerraba a la palabra “maestro” y a su adjetivo, salía una
flecha que te llevaba hasta el pie de página donde, escrito con furia y de un
solo trazo, el espontáneo había anotado su comentario: “mierda para el autor”.
Era
tan brutal que uno intentaba no mirarlo. Pero cómo no hacerlo. Intenté imaginar
quién pudo masacrar así un libro. Es verdad, que poco respeto se les tiene y
que en más de uno se ven apuntes, resúmenes, subrayados, incluso comentarios,
pero semejante opinión, tan tajante, iba más allá de lo que mis ojos habían
leído nunca en libro ajeno.
No
pude evitar pensar que alguien que demostraba tanta furia, sólo podía ser uno
que se hubiese identificado, y aludido con la descripción: un profesor
jubilado, y si esa era su profesión, el delito era doble, o la ofensa muy real.
Todo podía haberse quedado en la anécdota de
imaginarme quién lo hizo, pero esa noche, en vez de dejarme llevar por el
libro, me la pasé imaginando la vida del profesor: alguien decepcionado con su
vida, al que toda una juventud de esfuerzos le había dejado, no unos recuerdos
con los que compartir las horas que le quedaban por llenar, sino momentos
descarnados que le hacían reconocerse en frase tan real para él, tan anodina
para cualquiera que no se sintiese triste, gris, pobre y jubilado de maestro
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