miércoles, 26 de mayo de 2010

Relato, Ana

Esta leyenda la tenemos que empezar en una mañana de otoño no muy fría y debajo de una lápida. Ahí es donde Ana decidió que ya estaba bien, que ya no quería seguir de muerta.
El inicio de este proceso irreversible lo dio un capricho del destino, pues quiso la vida, con sequías y malas cosechas, con hambruna y plagas, que los habitantes del pueblo que rodeaba al cementerio, se marchasen lejos en busca de otros nortes, desperdigándose cada uno con sus sueños, sin volver a saber nadie de nadie, dejando las casas para escombros y los huesos para el olvido.
Así pues, la muerte no pudo reunir a Ana con sus padres y hermanos bajo la misma tierra perdida en la eternidad. A las demás ánimas, todavía doloridas por la vida, y mucho más conformes con su condición de muertas, les trajo sin cuidado que los vivos dejasen de ir a visitarlas. Pero a Ana, que fue la última y más joven sepultada antes del éxodo, no. Sus recuerdos no le llegan tan lejos como su lápida recuerda a todo aquel que quiera leerla:

1887-1899
ANA RUBIO MARÍN
TUS PADRES Y HERMANOS NO TE OLVIDAN

Y esa última frase, escrita para siempre en presente, que Ana estaba condenada a leer una y otra vez, y la injusticia vital del olvido, más que la muerte, fue lo que la empujó hacia el peligroso umbral que existe entre lo inerte y lo animado.
Cuando las últimas flores, ya nunca más renovadas, se confundieron con la tierra, Ana empezó, sin ayuda de los vivos, a recordarse a sí misma. Sabía que una mala enfermedad fue lo que la quitó de viva, pues la evidencia que todos los muertos tienen para reconocer su nueva condición, en Ana, es el susurro del doctor a su madre:
-No tiene cura, sólo queda esperar y rezar.
Confusamente recuerda a un hombre vestido de negro, que despedía un olor muy intenso, cada vez que movía sus brazos hacia su frente. Le oyó, pero no le entendió, hablaba en latín. Lo mismo le pasaba cuando iba a misa con sus padres los domingos, no entendía nada, aunque le gustaba cómo retumbaban las palabras por toda la iglesia y cómo el eco las alejaba y acercaba, convertidas en olas invisibles.
Pero, ahí en su cama no sonaban tan soñadoras, y tenía calor, mucho calor. Un calor que le abrasaba sus pulmones cada vez que intentaba refrescarlos con aire… y a partir de ahí, poco a poco fue retrocediendo hacia atrás en sus recuerdos, que se mezclaban sin sucesión en el tiempo. El olor del perfume de su madre cuando la arrullaba. El susurro de su padre conversando con el abuelo. El dolor que le hizo su hermano al estirarla del pelo… y poco a poco, llegó a otro tipo de recuerdos, llegó a los recuerdos que sólo dan la muerte y la constancia. Llegó a recordar lo que su madre sentía mientras la arrullaba y lo que el abuelo pensaba mientras le hablaban y el porqué de los celos de su hermano.
Era como un caleidoscopio reflejado, a su vez, en un espejo. Era la eternidad. Pero no era suficiente para Ana vivir muerta lo ya pasado, quería, en su rebeldía a desaparecer de la memoria de los vivos, ser recordada. Ana estaba decidida a regresar de dónde vino y ver lo que las otras almas no añoraban.
Se cerró el círculo sobre ella y se supo repudiada. Había cruzado lo incruzable, ya no estaba sólo muerta. Sabía lo que tenía que hacer, como lo supo, instintivamente, al nacer y al morir. Cogió sus huesos envueltos en su mortaja y bien agarrados, para no perder su identidad, salió por un sendero lleno de hojas, que no crujieron bajo sus pies, a recordarse una y otra vez, usando las almas, aún encadenadas al cuerpo que a bien tuvieran verla, en ese estado que entre los vivos llamamos fantasmas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario