domingo, 15 de agosto de 2010

Para adelante

Normalmente se temen las crisis, se las mira, aviesamente, como algo negativo, doloroso, tedioso.
Y es cierto, generan dolor pero porque reestructuran. Son épocas de cambio, de revueltas, de ponerlo todo patas arriba. No son agradables; a nadie le gustan las reformas, cansan: se han de reubicar las prioridades, el día a día, los gustos, las compañías, el sentido profundo de los actos. Y eso no apetece. Solemos acostumbrarnos a ir tirando, a chapotear en la rutina, a parchear situaciones que claramente ya están caducas. Pero hay veces que es mejor tirar de la manta que seguir arrebujado bajo ella, toda apolillada ya.

Las crisis son necesarias ya sea para continuar camino o para desviarse de él hacia otro. El tiempo que nos toma asimilar que no somos perfectos, que la vida tampoco y que estar vivos implica cambio, nos acompaña intercalado con las épocas en las que los pasos van fluidos y no nos dan motivo para cuestionárnoslos.
Lo peor de las crisis, no son ellas, sino no atrevernos a entrar, o lo que es peor, salir sin haberlas entendido; así sólo se acumulan, dando pie a un error detrás de otro; se agrandan tanto, que ya no hay tramos hermosos sino paisajes secos, ariscos, llenos de ruido y furia.

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