“Tiene que
acompañarnos, no puede quedarse aquí. ¿No lo comprende?” “No, son ustedes
quienes no entienden. No me puedo ir. Ella volverá” “Pero, ¿quién? Aquí ya no
queda nadie” “Se equivocan”.
Los dos encargados
desesperados y hastiados se miran con impotencia. Están cansados, nos les gusta
nada el trabajo; tener que comprobarlo todo. No
hay vez que no tengan casos como
este. Es angustioso haber de arrancar a la gente de sus casas. Ángela, ella sí
que sabía tratarlos; les escuchaba con esos ojos que sabían oír lo que veían:
los recuerdos que los ataban a esa casa, a ese pueblo condenado, con que
suavidad los arrancaba de las raíces sin romperlas y juntos, ellos y sus
palabras, la seguían sin darse apenas cuenta de que andaban, de que dejaban atrás
lo que iban narrando en murmullo suave, desprendiéndose de lo que vivieron, y
ella, les acompañaba a visitar por última vez ese rincón donde de niños jugaron,
ese árbol con la corteza recortada en forma de iniciales, la casa donde
nacieron, el pupitre de la tercera fila, testigo de lo que les costó aprender
álgebra, el campo donde trabajaron de sol a sol. Les hace recorrer el marco
físico del pasado, aún posible, antes de que jamás se pueda volver a él. No
así. Es como una visita guiada por el museo del Tiempo propio antes de su
clausura definitiva: nunca se aprecia nada mejor que cuando se sabe que jamás volverás
a verlo.
Pero Ángela no está. Agotados se miran de nuevo y marchan. No usarán la fuerza, hasta ahí
podríamos llegar. Que manden a otros. Entran en el coche oficial y dejan a la
anciana hablando para sí misma en el umbral, aferrada al marco, repitiendo que
ella ha de regresar.
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