domingo, 27 de junio de 2010

Relato: La confesión

El salón, repleto de gente y comida, da la bienvenida al nuevo pastor de la congregación. Cada domingo un feligrés lo invita; hoy el honor es de la viuda, que vive con una hija, el yerno impedido y sus tres niños, el más pequeño de meses, quien reúne a los vecinos y a su hija menor, que nade le puede negar, así que a pesar de vivir en la cuidad, ahí está, junto a los demás; comiendo bocadillos y bebiendo ponche suave.
Al pastor, joven, se le nota la falta de experiencia; no sabe muy bien cómo disimular el aburrimiento. La charla intrascendente se junta con el humo de los cigarros en el ambiente. Las mujeres le reclaman atención, los hombres opinión y los niños no cesan de dar vueltas y vueltas por la casa. El pastor atiende a sus parroquianos con una sonrisa amable y vacía, deja pasar el tiempo, que nunca transcurre, cuando se fija en la hermana pequeña; es más linda si se la mira por segunda vez, y más aún si se la presta atención. Pasó de querer irse a servirse un trozo más de pastel, dando una alegría a la cocinera, que miraba desilusionada, cómo su aportación no despertaba demasiado entusiasmo; aún quedaba un buen pedazo en la bandeja. Mientras él habla con la joven, la hermana les mira a ellos, disgustada.
Como todo acaba, esa reunión finalizó y el pastor dio las gracias a la anfitriona con una efusividad no fingida, mientras ponía una excusa, poco hábil, para ver de nuevo a la joven. Ese gesto no pasó desapercibido, reaccionando cada uno de un modo; la hija, soñadora, se fue a fregar; la madre, encantada, comentó lo obvio a quien quisiera escucharla; la mayor, cogió a los niños y los acostó, y así nadie vio su gesto de rabia.
Al día siguiente, la hermana fue a confesar. Una vez en el confesionario, rompió a llorar, desarmando al recién nombrado pastor de la iglesia protestante que calló, a la espera. La mujer empezó a comentar que era desgraciada, que ella sólo hacía el bien a sus semejantes pero que no veía recompensa, que se había sacrificado viviendo con la madre, que su marido estaba enfermo y ella era la única que lo cuidaba, y que ahora, mire usted, hasta tengo que cuidar del hijo ilegítimo de mi hermana menor, tratándolo como mío, para que mantenga su reputación intacta, que ya sabe que a pesar de estar en los años sesenta aún hay muchos perjuicios. El pastor callado, escuchaba. “Perdóneme, padre, no debería quejarme; esa es mi falta”. “Reza tres avemarías y vete en paz”. “Gracias”, dijo la mujer mientras se enjugaba las lágrimas en un rostro radiante, que la penumbra del confesionario no permitía ver. “Gracias”, repitió.
Ese domingo cuando la joven se le acercó para hablar con él después de la liturgia, el pastor, estuvo correcto, frío y distante.
No volvió a la casa de la viuda; había muchas más en el vecindario que visitar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario