martes, 8 de junio de 2010

Tiendas

Siempre me han fascinado esas tiendas abigarradas de los pueblos, y si son turísticos, ni te cuento. Están repletas de objetos, ya no peregrinos donde los hayan, sino verdaderos monumentos al mal gusto. Y entre ellos, escondidas, cosas prácticas para los lugareños, pero imposibles para los visitantes ocasionales Así, al lado de una cesta de mimbre, una pala, una bota de vino con la leyenda más vulgar que puedas imaginar, una cajita hecha de conchas coloreadas, animales tallados en madera, cachivaches extraños, pipas rústicas, muñecas, pistolas de agua y caramelos de sabores diversos, se ven compañeros de estanterías.
El olor también es peculiar; a madera pulida, humedad, cerrado y goma. Suele ser una mezcolanza similar en todos. La dueña o dueño, que son los que están detrás del mostrador, miran amablemente a los conocidos y a los que entran para curiosear, les echan unas miradas entre desconfiadas, suspicaces y profesionales; saben a quienes les van a poder endosar esas figuritas que nadie ha querido o ese embutido a punto de pasarse.
En cada pueblo hay una, es como un gran almacén, donde venden de todo, lo necesario y lo prescindible por completo.
Y no, no tienen nada que ver con las tiendas de todo a cien, ni punto de comparación en su misterio y personajes.

2 comentarios:

  1. Las reconozco.
    ¿Cómo narices pueden subsistir?

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  2. Curiosamente, cuando leí "El Mundo", de Millás, me llamó mucho la atención el hecho de que él siempre encuentre su calle en diferentes sitios del mundo.
    Yo, confieso, siempre me he teletransportado a mi calle vía mi "bazar". Creo que no ha habido pueblo de este pais en el que no haya pensado "Ah, huele como...".
    Como la tienda aquella de mi pueblo que, inexplicablemente para mí, parece que tú conoces.

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