jueves, 9 de septiembre de 2010

Competencia

Paseando te encuentras con todo tipo de actividades y gente, es apasionante lo cinematográfica que es la vida, o lo literaria.
En esta ocasión, en el retiro, observé dos puestos enfrentados, en todos los aspectos, de adivinas; las dos, en un reducidísmo espacio -una mesa de camping vestida con un mantel de colores-, tenían un tarot, una bola de cristal, flores secas, ungüentos, pócimas, y un letrero que exponía, con letra muy precaria, los servicios que daban y los precios; todo costaba diez euros, daba igual que te leyeran la mano, o atisbaran tu futuro en la bola de cristal, o bien, fueran las cartas quienes se aventuraran a situarte en el presente; todo el mismo precio, así era difícil decidirse, la verdad.
Las dos mujeres tenían casi el mismo aspecto; bajas, regordetas, de peinados complicados, vestidos muy coloridos y abalorios estrafalarios, sus voces roncas y de dicción horrible, destrozaban la gramática sin más. Pero sólo una de ellas tenía la silla del cliente llena. Vi leer la mano, echar las cartas, incluso mirar la bola pulida, sólo a una. La otra no tenía ningún éxito. Cada vez que se sentaban en la otra mesa, la mirada celosa terminaba sobre su mesa, reubicando los objetos mágicos, compañeros de augurios para ver si así emanaban más misterios, pero nada. Ahí estaba sola y suspirando.
Terminó por parapetarse tras un libro, un Guerra y Paz abreviado, para comerse, con discreción, el contenido de una fiambrera casera, no atreviéndose a dejar el puesto, ya que la de más éxito sí se había ausentado, seguramente para comer.
Pues ni aún así, ni estando al frente del negocio, logró adivinar la suerte de nadie ese día.
Cuando regresé de mi paseo una de las dos no estaba, adivinad cuál.

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