lunes, 21 de septiembre de 2009

Otros espacios

El tiempo y el espacio; la cárcel del hombre. O su liberación.

Hace apenas unas horas mi entorno era completamente distinto al que me rodea en este momento. A veces se cambia en tan poco tiempo de lugar, que al ir andando por las calles nunca pisadas antes, crees reconcer rostros de personas cotidianas transitando por ellas, cosa imposible, a menos, que se hayan trasladado al mismo sitio que tú, lo que parece bastante improbable.

Con el tiempo me ocurre lo mismo; creo reconocer a alguien paseando cerca de mí, y caer, a los segundos, en la imposibilidad de que sea quien pensé; ya no es así, ni tiene esa edad ni esa apariencia, pero en un pasado, sí fue igual a la persona que anda ajena a quien se pareció a ella en un tiempo. Aún así, no dejo que la razón me saque del error del todo y recuerdo, con cariño, a quien he confundido en un reencuentro ya imposible; no es esa niña con quien jugué, ni esa amiga muerta.

Y no digamos, cuando se cambia rápidamente de lugar, el esfuerzo que hay que hacer para situarse, familiarizarse con los nuevos muebles, cocina, pasillos, sofás, olores: todo se graba a fuego, tanto que independientemente de las horas transcurridas, uno acaba manejándose por el nuevo espacio como si se hubiera vivido ahí desde siempre, tanto, que cuando se regresa al habitual, se le ve extraño, ajeno, se busca ese pasillo infinito, esa cañería que gotea, esa calle tranquila, esa música vibrante.

Más tarde, el espacio y el tiempo se domestican de nuevo, te sitúan en sus márgenes conocidas y como siempre, sin apenas transición, recuerdas tu espacio prestado, hecho tan tuyo, como algo casi soñado, añorado. El tiempo deja de marcar las horas al ritmo de sesenta minutos y lo hace desde los recuerdos, donde ya no existe cárcel temporal ni espacial, donde si cierras los ojos aún puedes sentir ese suelo, ese olor, ese mundo compartido en un momento sin tiempo ni espacio, y que ya, siempre, irá contigo.

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