sábado, 26 de septiembre de 2009

Pasos

Los ecos de los pasos nos persiguen dando la inquietante sensación de que no estamos solos, para asegurarnos, paramos, atentos, un tanto asustados escuchamos: nada. Nadie nos sigue. Como avergonzados de nuestro miedo, retomamos los pasos sin prisa, pisando fuerte la calle oscura, demasiado oscura. Cómo se nos pasó la hora, se estaba tan bien. Nos despedimos y rechazamos la oferta de que nos acercaran a casa; “Está aquí al lado, no te preocupes”, y cogiendo el abrigo, salimos. Hacía frío, nos abrochamos hasta arriba y lamentamos habernos dejado la chalina, ésa que en el último momento decidimos no coger, por exagerados. El cuello del abrigo, aún subido hasta arriba, no tapa lo suficiente.

Otra vez. Ruidos de pasos. Nos paramos. Fastidiándonos mucho pero sin poderlo evitar, notamos el corazón acelerado. Qué rabia sentirse vulnerable. Nada. Ningún ruido. Miramos hacia atrás con prisas, disimulando que observamos con miedo, como si fuese un movimiento casual girarse ciento ochenta grados en una noche fría, en mitad de una calle desierta, para después retomar la posición. Sudor helado, manos húmedas. Nadie. Intentando no perder la dignidad, andamos de nuevo, pero cada vez más deprisa, marcando un ritmo cercano a la carrera.
Hay eco. No hay duda. Nos siguen. Corremos maltratando el amor propio, olvidando el orgullo y prometiendo que de ésto ni una sola palabra a nadie, a ninguno de los que siguen en la fiesta calentitos y seguros ni a los que se fueron antes, precavidos, y ahora bien a resguardo en sus camas. A nadie. Ni a uno mismo cuando despierte a salvo, en la cama, a deshoras, haciendo un esfuerzo para acercarse a la cocina a preparar café.

Los pasos baten el adoquinado, el eco los duplica. La oscuridad del silencio los aumenta. El corazón en la boca por el pánico, el esfuerzo. Lo aplacamos pensándonos ante ese café aún no hecho, riéndonos de lo que no nos contaremos, recordando el olor que esparce por la casa cada mañana, confortándonos. Qué pocos olores cotidianos nos saludan con tanta seguridad y protección como el del desayuno; café, té, tostadas. Qué confianza en el mundo que despierta contigo.

Ahora el olor es el del miedo. El olor de la certeza, el de que no se estará jamás ante ese café nunca filtrado ya, la tuvimos cuando los pasos fantasmas se materializaron en la persona que los percutía.

Una navaja. Un resplandor imposible en la noche. Un grito sin consecuencias. No había nadie. Ecos de pasos alejándose.

No hay comentarios:

Publicar un comentario