martes, 5 de octubre de 2010

Ciego o sordo

Y tú qué prefieres, quedarte ciego o sordo. Esa pregunta tan extraña y siniestra se la iba preguntando a todo aquél que se le acercaba: amigos, familiares, vecinos. Tardaba un ratito y tras las observaciones de rigor y frases típicas de las conversaciones de ir por casa, soltaba a bocajarro, esa pregunta. La gente, tras el primer impacto, contestaba cuál de los dos sentidos preferiría perder y si respondían que les importaría menos no oír, el anciano se revolvía y les intentaba convencer de lo contrario, argumentaba a favor de la ceguera hasta la pasión. Los sordos potenciales, que realmente les daba igual no escuchar que no ver, se dejaban convencer y así, de paso, escapar de esa conversación incómoda y surrealista.
Los que a la primera se decantaban por la ceguera, eran halagados por su buen gusto y discernimiento.
Me intrigaba el abuelete, y le seguí la pista todo lo que puede seguirse a un desconocido.
Hasta que un día, supe la razón de querer que el mundo entero se conformara con no ver: iba con bastón blanco, inseguro pero sonriente. Había perdido la vista. Sólo quería asimilarlo. Sabía que se estaba quedando ciego y el consuelo de sentir que no era tan malo, que la gente lo prefería a otras desgracias, quizá le ayudó con su última imagen.

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