miércoles, 20 de octubre de 2010

Tiendas

Hay una tienda, por llamarlo de alguna manera, que siempre me ha llamado la atención, es un bajo cerca de la zona del mercado, lugar que me encanta y al que voy en cada ciudad grande que visito; los mercados y los cementerios, dos instituciones que marcan el ritmo de vida de sus gentes. Pero no voy hoy por ahí.
Hoy es ese bajo polvoriento, inalterable, que está exactamente igual que cuando lo descubrí la primera vez, hace años, que se ve a través de unos cristales opacos de lo sucios, y medio logras ver un sofá, posiblemente verde, muchos sacos, una mesa llena de herramientas y un oso pardo, una cabeza de reno, dos pájaros subidos eternamente a unas ramas. Es la tienda de un taxidermista. Un lugar siniestro por lo sucio y oscuro, que huele desde fuera a formol y sustancias fuertes, que constatas en las sucesivas visitas su único cambio; la figura que monta esa temporada sobre esa mesa mostosa, junto con ojos de cristal, pieles, rellenos, clavos, botes.
Toda una vida dedicada a preservar la muerte, a crear apariencia de vida tras la vida, a perpetuar la compañía de animales a los que se han querido o conseguido con esfuerzo, pero a qué precio. Nunca he visto al artesano pero me lo imagino calmo, mayor, sin pelo, de movimientos lentos y precisos, sin prisa por nada, dejado, que irá rellenando los cadáveres asépticos mientras piensa en sus cosas. Un hombre sin recuerdos, un artífice del ahora, que sabe que no vale la pena aferrarse a algo muerto.

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