lunes, 4 de octubre de 2010

Relato: identificación

-Pase. Es por aquí. Espere un momento.
El policía que la había llamado haciendo añicos, no sólo la tarde tranquila del domingo, sino quizá, la vida, le pidió que aguardase. Asintió con un gesto y esperó; si tuviese razón…, pero, no, no podía ser de ninguna manera, la gente se equivoca, es más, por eso la necesitaban, para que confirmara lo impensable.
-Entre.
Fueron a buscarla a casa dos hombres, además del policía, uno muy bien trajeado, que no paraba de hablarla, de darle indicaciones, de añadir confusión al caos en el que la llamada la había sumido. “Todo irá bien. Es cuestión de unos momentos. No hay nada seguro”. Y a esa frase se agarraba, desesperada, pensando sin saber que pensaba, que recordaba, que intentaba reorganizar una vida que aún no se había confirmada rota, pero que amenazaba derrumbarse si las sospechas de ambos hombres fueran verdad. Y era ella, nadie más, quien tenía que dar el paso; ese antes y después. Ella solamente en contra de sí misma, era la única que cambiaría su vida con un “sí” o un “no”. Una mirada breve, un instante angustioso y todo podría abrirse bajo sus pies o bien nada, quedarse igual, con una anécdota macabra para contar, que se iría diluyendo, desmenuzando, olvidando. Pero ahora, es imposible recordar cómo se vive sin esta angustia, sin este miedo que paraliza, que aleja hasta lo inverosímil lo que hasta hace nada era real: ahora sus pensamientos están atrapados entre un humo denso, tupido, son lentos, ajenos, no aciertan a ser coherentes, firmes: no quieren pensar en qué pasaría si, efectivamente, fuese él.
-Pase, señora.
El cuerpo obedeció la orden. Apretó los puños, se encogió por dentro y entró en esa sala que la esperaba desde la llamada. Qué extraño lugar, de un frío metálico, de un blanco sucio a pesar de lo inmaculado. Unas manos la sujetaron con firmeza y la condujeron a una mesa. Un bulto tapado por una sábana era lo que había venido a ver. Ahora le descubrirían el rostro, y si era él, el vértigo de lo imposible se la tragaría, se abriría la vida bajo sus pies. Y era ella la única que podía evitarlo: si no le reconocía, si bajo esa tela blanca no estaban sus ojos verdes, su pelo castaño, su nariz recta. Si no lo identificaba, no sería él. Podría irse a casa, a esperarlo, a preparar juntos la cena, a dar marcha atrás al reloj, y deshacer lo hecho, a borrar ese instante en el que todo se vino abajo, a enmendar lo imposible. Sólo tenía que no ser él, no reconociéndolo. Todo volvería a ser como antes de la llamada, como antes incluso, de la pesadilla de ayer. Si olvidase lo que sucedió, si no fuese él, si no hubiese ella…
-¿Es su marido, señora?
Las manos la sujetaron con más fuerza, la sábana a punto de deslizarse, su corazón al límite, su mente paralizada, su vida en suspenso.
-¿Es él, señora?
El rostro que vio no era el de él: no podía serlo y no lo fue. Ahora sólo quería ir a casa para esperarle a preparar la cena juntos, a olvidarlo todo, a reírse de lo sucedido. A intentar vivir como si nunca hubiese habido una llamada, como si no fuera él a quien había ido a ver.

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