viernes, 22 de abril de 2011

Relato; identidades


“¡Ya estás aquí!” “El autobús llegó tarde.” “Bueno, me voy, ahí te la dejo. Ha pasado mala noche.” “Ande, que ya me quedo yo.” Y cerró la puerta a la hija de doña Engracia con quien vivía desde que la enfermedad se había recrudecido. La mujer la contrató por eso mismo: “¿Le importa que mi madre esté así?” “No, señora. No se apure, sabré manejarla”. Y sí sabía. Toda la infancia se la pasó cuidando a unos y a otros; la mayor de cinco hermanos en una casa donde también vivía una abuela ciega y el hermano tonto del padre. “¿Cómo está, Engracia?” Y esperaba a saber quién sería hoy. La anciana la miraba sin verla, como casi siempre, hasta que sus ojos enfocaban en el presente lo que su mente recordaba del pasado, recreando en ella a quién querían ver. Entonces se animaba y empezaba a hablar con Carmela, que dejaba de ser ella para ser la persona que la mujer deseaba que fuese. Había dejado de intentar situarla, si ella quería que su hermana Amalia le contara lo que había pasado en clase, pues se lo decía. Qué era Zacarías, su marido, el que acaba de llegar del trabajo, entonces le hablaba de lo mismo que tantas veces le había escuchado contarse a ella, en voz baja; un murmullo susurrante apenas, una letanía que contenía retazos de su vida.
Los ojos aguados y azules de la anciana enfocaron una vez más la proyección del recuerdo. “Hija, qué alta estás ya”. “Sí, madre”. Al principio del día, Carmela no hablaba mucho, tenía que ir metiéndose en el personaje, situarse en el tiempo, la dejaba vaciarse de las palabras hasta tener los datos precisos para seguir la conversación. “No sé si te cabrá el traje”. “Me lo puedo probar, si quiere”. “No, que lo podríamos manchar”.
A veces, cambiaba rápidamente de recuerdo y Carmela tenía que volver a encarnar otro personaje, valiéndose de la interminable información que la anciana masculla hora tras hora. En ocasiones, simplemente, contestaba sin más, pero con coherencia, eso sí, porque si no, la mujer se daba cuenta; no le valía que le dieran la razón, o le siguieran la corriente; ponía trampas sutiles, tendía lazos dialécticos, hasta confirmar que no le prestaban atención, entonces se irritaba sobremanera, llegando a gritar exigiendo la presencia del hermano muerto hace años con quién estaba hablando. “¿Y tú quién eres, qué quieres, dónde está Andrés?” y se rompía el precario equilibrio entre la cordura y el olvido en el que se movía. Chocarse con el presente, futuro imposible para quien no recordaba haberlo vivido, era doloroso para ella, y para los demás, que no sabían cómo enmendar la memoria rota. “Madre, tranquilícese, soy yo, Alicia, está bien, está en casa conmigo”. “Usted no es mi hija, no sé quién es usted. Mi hija está en clase.”
Carmela no intentaba mostrarle la realidad. Cuando la dejaban intervenir, la llevaba de la mano hasta su refugio; esa mezcolanza temporal donde lo pasado seguía vivo y el presente se fundía en un borrón incomprensible de manchas, olores y voces familiares, pero a la vez aterradoras.
“Ande, madre, ¿qué ha hecho hoy?, yo he dicho bien la lección y la maestra me ha felicitado”. “Hija, ¿ya has vuelto?” Y sonreía tranquila a quien no era de su sangre, mientras que la pequeña, ahora mujer, se retorcía las manos desesperada. “No sé que maña tienes, Carmela, menos mal que te apañas bien. Me voy”. Y se iba, cada mañana, dejándolas en medio del mundo propio de la madre, en el que ya nada tenía sentido porque el tiempo dejó de medirlo.


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