viernes, 29 de julio de 2011

Relato, 1 Parte: TRISTÁN


No es que fuera un niño apagado, es que no hablaba. No podía. Había aprendido a leer los labios, su mundo de silencio no le era desagradable; no se echa de menos lo que no se ha conocido. Tristán había crecido entre sombras de susurros, bocas abiertas que se movían sin sentido, envuelto en caricias y gestos. Pronto descubrió que las manos hablaban, que los dedos bailaban un lenguaje suyo que también describía el mundo. Su madre le contaba cuentos con esa danza, a veces, usaba la luz, tapándola con las manos, para proyectar figuras negras contra la blanca pared que le representaban las historias que todo niño ha de conocer para soñar. Tristán, siempre inquieto y curioso, creció en silencio, pero no sin ruido propio. El mundo le atraía y le absorbía mucho más que a sus compañeros, a los que quizá el sonido de las cosas les distraía más. Cierto que no escuchaba cómo el viento jugaba con las hojas, pero sí era testigo del movimiento de las ramas agitadas; más de una vez vio su rostro invisible que lo miraba atento, acercándose a acariciarlo tras despedirse de los árboles unos segundos.Puede que fuera él, el viento, quien desprendió un día un trocito de corteza de un álamo. Le cayó en la mano. Se lo quedó. Lo guardó en su bolsillo y al llegar a casa, lo puso en su mesa, cerca de la ventana, y se dedicó tiempo a observar su extraña forma; parecía una mandrágora, de apariencia humana. Le gustaba mirarla, fijamente, sabía que tenía algo que decirle, solo que aún no lo entendía bien.El niño movía las manos cada vez con más soltura, aprendió de la madre, que a su vez lo hizo por su cuenta para poder comunicarse con su hijo, y pronto la superó. Sus dedos aprehendían de lo que le rodeaba y no daban abasto para contar a la madre cada aventura que le sucedía, ya fuese en el río de abajo del barranco, ese tan frío, que los pies, insensibles, pisaban las piedras redondeadas por la eterna caricia del agua y no las notaban mientras alguna que otra culebra blanca se le quedaba mirando antes de alejarse en zigzag; o en el camino, en el que tenía prohibido ir más allá de la ermita, por donde se paraba a observar cada ramita y piedra; o la huerta del tío Tomás en la que había, a un lado, un estanque lleno de renacuajos con los que jugaba para sentir las cosquillas de sus cuerpos redondos sobre sus palmas, y con los que sus dedos hablaban mientras entraban y salían de entre ellos, contándole cómo era vivir esperando ser ranas para recorrer mundo.

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