sábado, 30 de julio de 2011

Relato, 2 Parte. TRISTÁN

Las manos iban más lentas que sus pensamientos, y eso le enfadaba, tenía la madre que calmarle, abrazándole y meciéndole como la brisa.

Una tarde, recogió del suelo un pasquín que decía en letras de molde y brillantes que el domingo por la tarde habría una representación, que nadie faltara, que se trajeran, eso sí, las sillas de casa, y que en al parque de enfrente de la plaza del Ayuntamiento, a las seis en punto, les esperaban a todos. Tristán, que ya casi leía sin necesitad de que su índice sujetara las palabras, se alegró anticipadamente de lo contenta que se pondría su madre cuando le dijera que había acontecimientos: Les encantaba que algo fuera de lo normal sucediese, incluido el mercadillo de los jueves, que aunque llegara cada semana puntual, no dejaba por ello de ser una novedad que partía los siete días en antes y después; se levantaban ya de otro humor, más nerviosos, porque en una hora estarían los puestos en la calle de atrás de la Iglesia y cada uno mostraría sus novedades: frutas sabrosas, cacharros de plástico, herramientas útiles o no, telas y ropa ya hecha, calcetines abrigados, juguetes imposibles de encontrar en otro sitio, y sobre todo, para Tristán, colores y olores nuevos. El bullicio de las gentes, que no paraban de abrir y cerrar los labios, de mirar atentos el género, de regatear entre ellos, le encantaba; se quedaba un tanto apartado y miraba, observaba sin voz, los movimientos de las caras, manos, y el brillo de los ojos: alegre cuando encontraban algo deseado, opaco cuando las expectativas no se cumplían, goloso ante los dulces, insistente ante un capricho. Le apasionaba. Su madre, bulliciosa, sabía dónde acudir y qué comprar, siempre regresaban a casa contentos y satisfechos por lo que se llevaban con ellos.

Así que ese papel impreso encontrado en el suelo le alegró la mañana, aún así, esperó al pregonero como cada día, porque le gustaba soplar el cuerno que anunciaba que iba a leer las nuevas del día, ese sonido largo, tenía la virtud de que las gentes callaran para escuchar mejor el parte diario. Tristán, que se acercaba desde que supo leer los labios para enterarse, se hizo amigo de él enseguida. Soplar el cuerno no se lo dejaba ni a sus hijos; solo a él. Y el niño, consciente del honor, lo hacía sonar con todas sus fuerzas, sintiendo cómo la vibración le hacía cosquillas en los labios mudos.

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