domingo, 31 de julio de 2011

Relato, 3 Parte; TRISTÁN

“Hola, chaval”, le dijo cuando se situó en su lugar en la plaza, tras haber ido a recoger el acta de las actividades del día en el ayuntamiento, y el niño le enseñó sonriente el folleto. “Sí, ya veo que te has enterado antes que nadie” y le despeinó con la manaza mientras le ofrecía el cuerno. “Anda, sopla bien fuerte, que se callen todos”. Y así lo hizo, las gentes se acercaron al pregonero a enterarse de las novedades del día, que sin ellas, sería igual que el de ayer y que el de mañana. Tristán leyó en los movimientos de la boca lo que Antonio recitaba con ese tono monocorde y bien en alto, y dos veces cada vez, para que nadie preguntara. “Se hace saber, por orden del señor alcalde, que el lavadero estará disponible también por las tardes en estos meses, y que el día de riego será mañana desde la linde del arrabal”. Antonio voceó las órdenes y el niño, se fue para casa a compartirlas con la madre, junto con su flamante hoja.

Solo faltaban dos días para que llegara el domingo y el niño no paraba quieto, se lo contaba una y otra vez a su trocito de corteza a la que cada vez veía más parecido con un niño; los bracitos y piernas, la cabeza ligeramente ladeada, y hasta los ojos, boca y nariz veía. En un arrebato le dijo que se lo llevaría en el bolsillo para que él también asistiera y poder comentarlo juntos después. Y como todo llega, el domingo apareció por la ventana tras su flamante sol; no llovería, cosa que temió por si suspendía la función; abrió los ojos y respiró aliviado. Tenía preparadas las dos sillas que se llevarían desde el mismo día en el que se enteró, casi ni comió, y la madre no pudo retenerlo más en casa que las cinco, así que una hora antes, allí estaban sentados en primera fila de nada, porque hasta las cinco y media no llegó el camión del que se bajaron tres hombres y unos bultos, que observaron armar; en un abrir y cerrar de ojos, con la maestría que da el haber hecho cientos de veces lo mismo, montaron un teatrillo y se parapetaron detrás de él.

Los demás fueron llegando, colocando las sillas a su alrededor. Tristán, inquieto, no dejaba de manosear a su muñeco que tenía asomado al bolsillo de la camisa de los domingos, la madre le dejaba hacer, le miraba con ternura y a veces, sus dedos se hablaban, pero poco; no quería echar a perder la excitación ante la novedad del pequeño.

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