viernes, 15 de julio de 2011

Relato. 5 y última parte. EL CARILLÓN

A mitad del juego, tuvo la certeza de que lo que ahí se le decía de Sara, no era la Sara real, sino la suma de todas las virtudes y defectos acumulados de las diferentes inquilinas que habían tenido. Empezó a hacer preguntas enfrentadas para comprobar su teoría; a todas le contestaban sin inmutarse, independientemente de su contenido. Ya daba igual que fuesen sobre su trabajo o sobre si llevaba bien el haberlo perdido. En un momento Sara -que era a la vez alta y baja, morena y rubia-, hubo acabado tres carreras, trabajado en cinco empleos diferentes, casado en dos ocasiones y enfermado en seis. Félix estaba maravillado. Las mujeres contestaban ajenas totalmente al experimento. Miró su reloj y leyó en él la misma hora que había leído al sentarse; las seis, no podían ser de ninguna manera ya que en el ínterin, se habían bebido tres cafés, cuatro vasos de leche y dos maltas respectivamente. Buscó uno en la estancia y encontró un carillón que, a todas luces estaba parado también en las seis.
-¿Tienen hora?, mi reloj se ha parado y me temo que el suyo no va bien.
-¡Ah! Ese carillón fue el regalo de novios que me hizo mi marido. Era relojero, y muy bueno... cuando muera yo, será para Elisa -y después de haber mirado a la hija con ternura, le preguntó de sopetón: -¿Qué hora quiere que sea?, diga cuál y mi chica se la trae. Anda Elisa, ve a mi cuarto y coge varias, que el señor escoja. -Elisa, obediente, salió-.
No se dijeron nada los que quedaron en el salón hasta que llegó la ausente con tres relojes idénticos a los que llevaba la madre a excepción del color de las cintas; blanca, azul y rosa palo, y de las horas que marcaban; las ocho, las diez y las siete.
-No sea tímido, elija usted.
Félix cogió el de las ocho, después de calcular mentalmente, el tiempo real que podía haber transcurrido.
-¿Qué hora es? -dijo Elisa, cuando vio que él tenía ya uno en sus manos.
-Las ocho. -contestó él.
-¡Dios mío! ¡Qué tarde! Voy a preparar la cena. ¿Quiere quedarse?
-No, gracias. Les agradezco el ofrecimiento pero debo irme, han sido muy amables al haberme invitado a merendar, pero debo irme ya.
Se levantó la hija, se disculpó la madre de no hacerlo, y con los murmullos apresurados de las despedidas, salió Félix de sus vidas.
-¿Qué quiere cenar, madre?
-Pues, no sé. Una sopita calentita estaría bien.
De fondo a ese corto diálogo escuchó al carillón dando las horas, que fue contando, y no supo nunca si fue el chirrido del ascensor, o la octava campanada lo que sonó detrás de la puerta.




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