martes, 8 de febrero de 2011

2 parte, DIECIOCHO SEGUNDOS

Hace frío. Tengo las manos entumecidas. Me equivoqué; no ver es todavía peor: ya es tarde. La pared está húmeda, esta noche ha helado, normal que el calor del sol acumulado durante el día no haya podido esperarme; él que sabía. Tengo hambre y casi me da vergüenza confesármelo, no es lo más oportuno, si profundizase en el tema no sé si me daría por reír o llorar. Da igual, lo voy a dejar, ría o llore no he de comer. Si pudiera ver el cielo. Cómo me arrepiento de haber dicho que sí, ahora podría fijarme en las nubes, aunque quizás hoy no haya, a lo mejor tengo ante mí un firmamento liso; lo que me desesperaría no ver ni una, no poder buscar en ellas las figuras que esbozan, que sugieren. Cuántas horas pasé de crió tumbado sobre la espalda, oliendo a tierra, jugando con las briznas de hierba al alcance de la mano mientras ante mi se paseaban todas las cosas que deseaba de niño y no tuve: un barco, bicicletas, ese mecano…, o aquellos que acaparaban mi interés en esos momentos compartiendo mis días: un dragón al que vencer; un pirata sanguinario; mi madre, tan inestable, a veces adorada otras odiada; la vecina eternamente desaliñada y ronca del tercero de la que huía por miedo…. Puede que me desesperase más tener ante mí un cielo vacío de imágenes, de ilusiones, de futuro; ahora sé que no hay camino alguno que conduzca hasta él: Sólo existe lo que se puede tocar, oler, ver. No tuve lo que quise de chico, me aferré a lo que conseguiría para seguir adelante sin odios ni envidias al comprobar que otros sí lo tenían: aprendí a ser yo el que iba en esa bicicleta que montaba otro, a mancharme la boca con los bombones que los demás compraban en esa tienda elegante de la esquina y de la que cada vez que se abría su puerta se podía, mientras duraba el tintineo suave y alegre de las campanillas doradas, oler un aroma de azúcar, nata, y bollos recién horneados que casi dolía, y ese fue el olor al que asocié el futuro toda mi infancia; su apariencia la vinieron a poner las piezas de los mecanos tan brillantes y precisas que pueden ensamblar todo aquello que tu habilidad y paciencia den de sí; yo me forzaba a igualarlo con piedrecitas cuidadosamente escogidas, maderas y cortezas, palos y barro a los que toscamente montaba para que saliesen de mis manos el coche o el avión vistos en el escaparate de mi presente deforme que olía a sopa.
Tenía que haber dicho que no: al menos ahora vería. Siempre eligiendo mal el camino que me condujese a ese aroma de pan recién hecho.
Qué oscuridad, qué frío hace. Cuándo acabará todo.


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