martes, 22 de febrero de 2011

Tío Vania

Cuando leí la obra de teatro de Chéjov, Tío Vania, me impresionó profundamente el hecho de que toda la vida de Vania, la hubiera ofrecido a Serebriacov, a que él pudiera dejar tras de sí, por su esfuerzo casi de esclavo, un legado para la humanidad, que luchara con fe ciega para que él escribiera y dejara huella en el mundo.
No sentía que se sacrificaba lo bastante, le mandaba todo el dinero, le mimaba. Desde su incapacidad para crear, creaba la posibilidad para que el otro, ilustre profesor y escritor, pudiera mejorar el mundo. Su legado sería ese, el sacrificarse por él, el abonar ese talento.
Eso en sí mismo, duro pero comprensible, deja de tener todo sentido cuando se descubre, al final de la obra, que el profesor a quien Vania dedica su vida, es un fracasado, alguien sin ningún talento, ninguna repercusión; un ser humano egoísta, vacuo, aprovechado y sin nada que ofrecer.
Qué terrible broma, qué horror haber dado cada gota de sudor, cada moneda a alguien que no las supo aprovechar, que no hizo nada con la vida ofrecida. El momento en el que Vania lo ve, en el que entiende la verdad, es tan duro, que al poco, hace como si nada supiera, nada hubiera comprendido, y sigue con el mismo modo de vida; dándolo todo.
Y es que si no, su vida ante él, sí habría estado desaprovechada, inútil, vacía: Si dejo de ver, aún podré mirar más allá. Si me ciego, veré lo que quiero ver y seguiré adelante.
Y lo peor de esto, es que sucede más allá del teatro, a cuántos hemos visto sacrificar tiempo, energías, vida en alguien que no las merece.


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