viernes, 16 de julio de 2010

Relato; Más allá de las rocas

De los primeros recuerdos que tengo está el de salir todas las tardes, antes de que el sol se pusiera, con mi cubo y mi pala, hacia las rocas. Era el punto desde donde mejor veía mi madre si ya llegaba papá. Los barcos pesqueros que habían terminado de faenar se acercaban cargados, o no, al puerto situado más allá de esas rocas negras llenas de vidas primitivas; cangrejos, berberechos, mejillones, seres extraños que se refugiaban o anidaban entre los recovecos de esas piedras impresionantes, eternas, contra las que se golpeaba el mar una y otra vez, rompiéndose en una espuma blanquísima que me salpicaba dándome a probar, quisiera o no, su sabor salado, el picor en los ojos si no los había cerrado por pillarme desprevenida, y ese olor a infinito, a misterio; lleno de peligros y traición.
Mamá siempre me instaba a darme prisa. Ansiosa, tensa, me vestía casi con brusquedad, con las manos torpes por la urgencia, y no se calmaba hasta que no descubría el barco, hasta que no escuchaba la señal convenida desde novios, desde ese primer día en el que salió al mar: dos toques largos y uno corto que retumbaban, compitiendo por oírse de entre las demás señales acústicas que los otros barcos también emitían anunciando a los suyos, que una vez más, el mar les había permitido regresar. Mamá no paraba hasta verle, oírle, entonces respiraba, su rostro se relajaba y se acercaba a jugar conmigo; me enseñaba a coger con mi palita esos seres tan raros, medio monstruos, medio chiste, que acabábamos comiendo en casa, cocinados a toda prisa en la cocina antes de que papá llegase con sus historias del día, buenas o malas, impregnando el ambiente de ese olor a mar que habitaba en casa: todo ahí dentro olía a salitre, a vida arrebatada, a rocas negras.
A veces también venía mi abuela; lentamente se acercaba a donde estábamos, sola, el abuelo odiaba bajar a las rocas, le parecía de mujeres no esperar al hijo en el mismo puerto para ayudar a los hombres con las amarras, las redes, la carga. Nunca bajó a las rocas, no quería saber por anticipado si los barcos sobrevivieron al día, al mar, al destino. El abuelo curtido por el sol y la sal se negaba a estar junto a nosotras: tres generaciones que habían aprendido a mirar más allá de las rocas, esperando al padre, al marido, al hijo.

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