domingo, 11 de septiembre de 2011

Caramelos

Unos niños van mirándolo todo desde su altura. Hay mucha gente, así que deben sentirse agobiados: bosques de piernas, bolsos peligrosos que se mueven con inercia, zapatos de todos los modelos. Su padre, que lleva a uno en cada mano, va más a su ritmo que al de ellos, así que han de correr casi. Pero eso no les impide observar ese nuevo entorno, escuchar un idioma que no es el suyo, dejándose guiar por la seguridad del padre.
El mundo visto desde sus ojos es gigantesco, amenazador a veces, absurdo unas cuantas. Todo demasiado grande, inalcanzable, incomprensible.
El padre les da un respiro y ellos detectan, entre todas las tiendas cercanas, una multicolor, llena de caramelos de mil sabores y texturas, y sin poder evitarlo entran dentro para contemplar los distintos tesoros; toda la tienda es de cristal y lo que contiene se ve casi a ras de suelo, para que hasta un bebé en carrito vea lo que ofrecen: dulces de todas las formas imaginables, pequeñas estatuas de gominolas representando los dibujos animados más de moda; un revoltijo de colores transparentes, hechos de azúcar, y sueños.
A los dos pequeños se les ha detenido el tiempo, rodeados de sabor y objetos imposibles. El padre, que ha entrado detrás, los mira, recordándose, quizá, ante esos dulces que le costaba recibir de la madre y menos de la abuela, sin ser consciente de su sonrisa, les dijo que podían elegir diez unidades cada uno, y los pequeños, abrumados por la elección, se movieron por la tienda, concienzudamente, para escoger los mejores, mirando de reojo lo que observaba el hermano por si él estaba más acertado.
Al final, cuando se decidieron tras una eternidad, salieron con sus bolsas repletas, no solo de caramelos, sino de niñez.

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